EN EL CEMENTERIO DE EL ARO, un corregimiento del municipio de Ituango, Antioquia, una tumba se diferencia de las demás: es la única que tiene flores y un angelito. Allí está enterrado Wílmar Restrepo Torres. Fue asesinado cuando sólo tenía 14 años por orden de Carlos Castaño y Salvatore Mancuso, el 25 de octubre de 1997. Ese fue el primero de seis días durante los cuales los paramilitares, con apoyo de miembros del Ejército, asesinaron y torturaron a otras 14 personas, violaron mujeres, incendiaron 43 casas, robaron ganado y forzaron el desplazamiento de otras 900 personas.
Diez años después de la masacre, Edilma, la madre de Wílmar, dice frente a la tumba que quiere desenterrar los huesos de su hijo y llevarlos a Yarumal, donde hace seis meses compró una casa y un osario que le costó 90.000 pesos en la Basílica de Las Mercedes para su Wílmar. "Me voy de aquí y no quiero dejarlo, quiero desenterrarlo -le dijo a CAMBIO-. Los curas ya me dieron el permiso, me dijeron que hoy venía el desenterrador".
Guarda silencio, su mirada se pierde, el dolor se refleja en su cara. De pronto, recuerda en voz alta: "Era el niño de la casa... Le dispararon por detrás, hicieron lo mismo con don Alberto Correa, que estaba con él en la finca Mundo Nuevo, como a 15 minutos. Era su primer trabajito sembrando fríjol. Fueron los primeros a los que mataron... Me di cuenta al otro día". Luego, señalando un naranjo, continúa el relato: "Ahí tenían amarrado al señor de la tienda, Aurelio Areiza... Lo mataron a golpes y le sacaron el corazón. Fue al otro día de lo de mi Wílmar. No creo que alguien pueda soportar vivir con una cosa de esas... !Y pensar que después vinieron más muertos!".
A Edilma se le nota el cansancio. Han pasado 24 horas desde cuando se subió a un bus en Yarumal rumbo a Puerto Valdivia. Luego viajó en lancha hasta Puerto Escondido y desde allí fue en mula hasta El Aro, para desenterrar los restos de su Wílmar. Fueron seis horas por un camino empinado, pedregoso y resbaladizo, en una zona húmeda de sembrados de fríjol y de cultivos de coca. Abajo, el río Cauca. Una de las rutas que siguieron los paramilitares que hace 10 años cambiaron para siempre la vida de la gente.
Los paramilitares llegaron a la plaza del pueblo. Tenían órdenes de Junior, Cobra y Cristian Barreto, quienes fueron enviados por Mancuso, de eliminar a "colaboradores de la guerrilla". En las primeras horas de ese 25 de octubre asesinaron a tres personas, saquearon casas y tiendas. "Nos ordenaron no salir de las casas -recuerda una hermana de Wílmar-. El domingo 26, cuando el resto del país estaba en elecciones, nos obligaron a salir y a ver a los muertos tirados en la plaza".
Wílmar no estaba entre ellos. Preguntaron si había más muertos. "Sí, unos h.p. guerrilleros en las afueras", contestó un paramilitar. Les dijeron que les quedaba prohibido enterrarlos, pero la hermana de Wílmar cuenta que tras mucho suplicar, Junior los dejó ir a buscarlo: "Nos dijo que si alguien lloraba, nos mataban a todos". Debieron esperar más de dos días para sacar el cadáver de El Aro. Lo amarraron a una mula y emprendieron camino hacia Puerto Valdivia, donde fue sepultado en silencio.
A los cuatro años, Edilma desenterró el cadáver por primera vez. Si no lo hacía, los restos habrían ido a parar a una fosa común. Pidió permiso en la iglesia para sepultar los restos en El Aro, a donde había regresado. "Después de que me mataron al muchacho y me obligaron a vivir desplazada en Puerto Valdivia, no he tenido paz -asegura-. Todos los años me imagino qué sería de mi niño si lo hubieran dejado vivir y por eso si no estoy cerca de lo que quedó de él no estoy tranquila".
En 2000, paramilitares del bloque Mineros al mando de Ramiro Vanoy, Cuco, asesinaron a otro de sus hijos, Guido Manuel. Lo acusaron de colaborar con la guerrilla. "¿Por qué -se pregunta Edil-ma-. Por qué?". Cuenta que está en un osario en Yarumal, donde vivirá ella a partir de ahora y a donde quiere trasladar los restos de Wílmar.
Es jueves 18 de octubre, faltan siete días para que se cumplan 10 años del asesinato. Edilma espera la llegada del hombre que va a exhumar los restos. No aparece. Entonces corta una flor roja de las pocas que crecen en el cementerio, la deja en la tumba, se echa la bendición y dice: "Mañana seguro que sí viene el sepulturero".
Ni un cura
En el pueblo una joven embarazada, Ligia Lucía Pérez Areiza, se mece en una silla frente a la puerta de una casa que está en obra negra. Tiene 24 años, la misma edad que hoy tendría Wílmar. El 26 de octubre de 1997, los paramilitares se llevaron a su mamá, Elvia Rosa, que entonces tenía 29 años. La obligaron a que les cocinara, como a otras mujeres de El Aro, y luego la ataron y se la llevaron arrastrada. "Nunca más la volví a ver -dice-. Sólo supe que la amarraron en un palo y todo el día la tuvieron de cuenta de ellos (la violaron), la torturaron hasta matarla. Una vecina vio cómo la dejaron en ese palo, cerca de una cañada, cerca de la escuela...No se pudo hacer nada ¿quién se atrevía a desamarrarla?"
Dos meses después algunos de los que habían sido desplazados se arriesgaron a volver al pueblo. Lo encontraron quemado. "Cuando nos desterraron, creo que fue el 29, no le habían prendido fuego", recuerda uno de ellos y cuenta que cerca de la escuela hallaron "un zapato, unas sogas y unos huesitos". Eran de Elvia. Los forenses lo confirmaron. Ligia Lucía pudo sepultar a su madre en El Aro. Había dejado cinco huérfanos. Ha pasado una década de la masacre. El año pasado la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado a reparar e indemnizar a las víctimas, tras comprobar que miembros del Ejército ayudaron a los paramilitares. "Esta es la hora en que ni siquiera se ha aparecido un funcionario por aquí, nos tienen abandonados -dice Ligia Lucía-. "!Qué ironía!, no tenemos ni un cura para rezar por los muertos este 25 de octubre".
LA MUERTE DEL DEFENSOR
El 27 de febrero de 1998, cuatro meses después de la masacre de El Aro, Jesús María Valle, reconocido defensor de los derechos humanos, fue asesinado en Medellín por orden de Carlos Castaño. La razón: haber señalado a miembros del Ejército como colaboradores de las Auc en las masacres de El Aro y La Granja, en Ituango.
Semanas antes, Valle había cuestionado al entonces Gobernador, Álvaro Uribe, por no haber ordenado la protección de los habitantes de esas poblaciones. Uribe rechazó los señalamientos, mientras que el Ejército lo demandó por injuria y calumnia.
El tiempo le dio la razón a Valle. En enero pasado, Salvatore Mancuso reconoció ante los fiscales de Justicia y Paz en Medellín, que él y Carlos Castaño, con apoyo del entonces comandante de la IV Brigada del Ejército, general Alfonso Manosalva (q.e.p.d.), quien entregó información y mapas, ordenaron la masacre. Dijo que los muertos eran guerrilleros que se presentaban como campesinos.
Las declaraciones de Mancuso causaron indignación entre las víctimas que siguieron la diligencia. La realidad es bien distinta: los muertos sí eran campesinos que fueron torturados y asesinados. El mismo Estado reconoció la barbarie tras una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que comprobó la participación de militares en la matanza.
EL ARO HOY
El Aro es un pueblo de Ituango con casas de colores y calles polvorientas. Una iglesia y dos estatuas, una de la Virgen y otra de Simón Bolívar, sobresalen en la pequeña plaza. Allí solo viven 40 familias y puede llegarse a ese sitio en mula o a pie debido a la falta de carreteras.
A las 4:00 p.m., la única cantina se llena con los raspachines que regresan de los cultivos de coca. "Antes de la masacre El Aro era un paraíso, hoy es coca -dice un campesino-. Casi dos años después de la matanza, la gente comenzó a regresar pero no había de qué vivir y cuando empezamos a medio tener vida, los 'paras' volvieron a amenazar. Luego llegó la guerrilla... Esto ha sido un infierno".
En el pueblo, donde no hay puesto de Policía y el Ejército sólo aparece de vez en cuando, el kilo de base de coca se vende a dos millones de pesos. De esa cifra, el frente 18 de las Farc se queda con 400.000 por concepto de impuestos.
Hace dos años, las Auc intentaron hacerse a ese negocio. "Nos engañaron, pues a cambio de pagarnos con dinero en efectivo nos dieron unos vales para cobrar en Valdivia y cuando fuimos a hacerlos efectivos no hubo quién respondiera -relata un raspachín-. Dejaron deudas en cantinas y tiendas y desaparecieron".
CONDENA AL ESTADO
En julio de 2006, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado colombiano por la masacre de El Aro. Lo consideró responsable por acción de la masacre de los campesinos, pues fue demostrado que en ella participaron miembros del Ejército.
El Estado debe pagar 30.000 dólares a cada familia: el 50% de debe ser repartido en partes iguales a los padres, hermanos y los hijos de cada uno de los muertos y el otro 50% al cónyuge o compañero cuando ocurrió el crimen. En el caso de Wílmar Restrepo que era menor de edad, su familia deberá recibir 5.000 dólares adicionales. También deben ser indemnizados los que perdieron sus casas y ganado, los desplazados y los que sufrieron daños físicos y psicológicos. "La sentencia de la Corte le impone unos pagos del Estado pero aún no ha pagado", dice la abogada Victoria Fallón, del grupo que representa a las víctimas.
MATADOR
Sólo hay un condenado por la masacre de El Aro: FRANCISCO VILLALBA, conocido como Cristian Barreto, quien reconoció que él y cerca de 200 paramilitares violaron mujeres, degollaron, torturaron y mataron 15 personas, saquearon tiendas y casas, y robaron 800 reses que fueron a parar a una finca de Mancuso, en el Bajo Cauca antioqueño.
Villalba también reconoció que días antes de la masacre, varios militares de alto rango se reunieron con Mancuso y Carlos Castaño. Dijo que estaba arrepentido y que desde el día de la masacre la culpa no lo dejaba dormir.
La sentencia contra Villalba fue proferida por el Juzgado Segundo Penal Especializado de Antioquia en abril de 2003. También condenó a Carlos Castaño y a Salvatore Mancuso a 40 años de prisión como autores intelectuales de la masacre. Villalba está en La Picota desde 1998, donde debe pagar 33 años de prisión. Mancuso, en cambio, gracias a que se acogió a la Ley de Justicia y Paz podría ser condenado a pagar como máximo ocho años por ese y muchos otros crímenes.
TOMADADO DE LA REVISTA CAMBIO